—Reverberación (Rapsodia: III)—
Anoche lancé un grito, uno
rabioso, y todavía sigo oyéndolo, darse de tropezones entre cada una de las
seis paredes de la habitación que lo aprisiona; aún siento el raspar de sus
consonantes justo detrás de mí, aquellos diptongos desgarrados y atonales que
terminaban por resquebrajar y hacer surcos al ambiente, en lugar de lograr
romper las gruesas ventanas y poder escapar entre el aullido de los perros
asustados por la noches y el compulsivo canto de las aves con ansiosas y con
insomnio. Aquel grito que engendré con pasional rabia y desconcierto, y que
ahora persiste como grito a lo largo y ancho de mi cuarto, es inconsciente del
peligro que representa su escape al espacio abierto, sin dónde poder reverberar
y finalizándose su vida a la disolución de su energía entre las partículas del
aire tan voraz, en tan sólo una milésima de segundo, a unos cuantos cientos de
metros por segundo, sólo pudiendo alcanzar hasta una media cuadra abajo, y
haciendo volar a los pocos pájaros paranoicos de los cales, y alertando de
peligro a los perros aterrados por la noche, por sus propios ladridos y
mordidas, y ahora, también, por aquel indomable grito, ardiente de pasión y
certidumbre, contenido por mí y todos aquellos que jamás se atrevieron a
aullar, desde el fondo de nuestra pobre inocencia, por vicio o calor, pasión o
verdad, amor o trascendencia…
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