martes, 4 de agosto de 2015

Rapsodia — IV: Azul



—IV: Azul—

Las noches de la canícula
las paso de forma caótica;
el calor me revuelve la barriga,
la náusea me llena en sudor,
y el sudor me consigue fatiga.

Y todo el sosiego y sopor en que
este pequeño hombre de barro
se ha convertido desea irse a la cama,
para disolverse entre el catre y la sábana
como lo hace el café soluble en agua hirviendo;
sublimarme y quedar hecho uno
con la bulliciosa y abrasadora polución,
viajar más allá de la sierra, volverme
también bullicioso e ir en tremolina,
descender como tufo soporífero
y volver a la cima vertiginosamente,
audaz y ágil, seguro e imparable.

Rebullir hacia el mar aún veloz
y concentrándome cada vez más, presurizando
de nuevo mis adentros en mayor proporción;
atravesar el océano, caliente y en soledad,
y vagar en curvas buscando, de nuevo,
el balance para regresar a mi tierra como tufo.
En medio del océano, encontrarme con
otra corriente, fría y también en tremolina,
justo al frente mío, dirigiéndonos directamente
uno para con el otro hasta colisionar,
en vorágine, avanzando al acecho,
tragándonos y escupiéndonos con rudeza,
y en cada ciclo más y más cerca conforme
avanzamos, de regreso, a la canícula,
ya no como la peste lerda
que se desvaneció al filo de la madrugada…

Ahora vuelvo como un tormento
peor que la náusea, el calor y sopor
de aquel cuarto hermético y en soledad.
Llego como un exterminio para la bastarda
que me volvió en un solo y unísono quejido:
el último lamento, afónico, cansado y sucio
pero forjado en la mezquina fragua del rencor,
hecha por el pequeño hombre de barro,
que lo último que vio fue su pobre grito
hacerse un tísico estertor punzocortante,
rompiendo y dejando hechas esquirlas
las ventanas para saciar ese rencor
con la vorágine que le causaría encontrarse
con alguien más, igual a él, liberando sus demonios.

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